lunes, 18 de febrero de 2013

Cartas Prohibidas: El regreso a casa.

Al hotel de cuatro estrellas se le ha fundido una bombilla... y tú vuelves a hacer ese triste camino sola, de madrugada. Encogida bajo tu abrigo y con la nariz congelada por el paso del tiempo. Tan congelada que ya ni la sientes. Lo miras, recuerdas. Y vuelves casi instintivamente sobre tus pasos para tomar una fotografía del momento. ¿Tiene gracia, verdad?  La misma cámara que nos pasábamos para tener recuerdos del único día que he pasado en un hotel... La única vez que vi aquel jardín.
Estaba tan cansada aquella noche que el vino me dejó dormida a pesar de que era lo último que quería hacer...
Las expectativas no se cumplen. 
Me miro al espejo y no me reconozco. La comisura de mis labios se ha torcido hacia abajo sin que yo pudiera evitarlo. Casi sin darme cuenta, la felicidad emigró como golondrinas en primavera, que a nadie piden permiso para volar.

Sigo caminando. Cada paso, cada rincón sobre el que pongo la vista me susurra una palabra y proyecta en mi mente diapositivas del ayer.

Engañarme a mí misma para poder engañarte a ti no fue una buena idea... Callar y negar fueron las premisas de mi desdichado destino. 

He llegado a casa. Es tarde y estoy helada. Reina el desapacible silencio, quizás el maullido de algún gato impertinente se atreve a romper a lo lejos la monotonía de ausencia... pero la cama está vacía sin tu olor y nuestras fotos en la pared no son más que la metadona de esta enfermiza drogadicción.
Entonces, releo tus breves palabras, preguntándote sobre qué hacer con tus recuerdos... Y pienso: yo vivo de recuerdos. Me alimento únicamente de la esperanza. Una esperanza tan fina como un hilo, meramente justificada por mi obstinada intuición. Me sentía de repente la protagonista de aquella película de Jean-Pierre Jeunet, estaba convencida de que si ese hilo no me llevaba en algún momento hasta mi amor... no importaba, siempre podría ahorcarme con él.

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